El cine ha mostrado -y justificado en muchos casos diferentes tipos de violencia machista: acoso, feminicidio, trata, tortura sexual, violencia psicológica, maltrato físico, violencia sexual… A lo largo de su historia el cine ha presentado una mirada cuanto menos condescendiente respecto a la relación entre el amor romántico y la violencia contra las mujeres. Son numerosos los films que hacen apología de este tipo de relación donde la violencia es justificada por el amor, como una consecuencia del mismo.
Tal y como refleja magistralmente el documental Con la pata quebrada (2013), dirigido por Diego Galán y centrado en la imagen de la mujer en el cine español desde los años 30 del siglo XX, en el cine clásico nacional e internacional podemos encontrar múltiples ejemplos de agresiones machistas disfrazadas con esa pátina perversa que asocia amor, pasión, celos y violencia en una suerte de paquete indivisible e inevitable. Y así conservamos grabada a fuego en la memoria la bofetada que Glenn Ford le propinaba a Rita Hayworth en Gilda (1946); o el tortazo que Humphrey Bogart le daba a Lauren Bacall en El sueño eterno (1946); o la secuencia de El hombre tranquilo(1952) donde una señora instiga al personaje de Sean Thornton (John Wayne) a que pegue con un vara a su esposa Kate (Maureen O’Hara), –todo ello banalizado con mucho humor–. Estos son solo algunos ejemplos, pero los grandes clásicos del cine occidental están plagados de conductas machistas que el cine contemporáneo ha heredado aunque las formas de representación de las mismas se hayan vuelto más sutiles en algunos casos.
Otro paradigma de producción cultural donde la violencia contra la mujer se ampara en los celos lo encontramos en el mito de Carmen que nos lleva desde la novela de Prospèr Mérimée (1847) a la adaptación cinematográfica de Vicente Aranda (2003) y que excusa el feminicidio en base al vetusto y perverso tópico literario del furor amoris o locura de amor. Carmen, una mujer empoderada sexualmente que reivindica su libertad por encima de todo, es dibujada como lafemme fatale por antonomasia, como la pérfida leyenda del erotismo, la pasión y el libertinaje, como la “mala mujer” que embruja a los hombres con “sus encantos” hasta llevarlos a la perdición. Este es el pretexto que invierte la carga de la culpa y sitúa a la víctima como la causante de su propia muerte no solo en el relato original del siglo XIX, sino también en la película de Aranda, sin hacer ningún tipo de crítica a la dominación masculina imperante en la narración.
Al hablar del arquetipo de la mujer fatal en el cine, Ángeles Cruzado describe las características que sirven -en Carmen y en otros muchos filmes- como justificación de la violencia contra la mujer e incluso de su asesinato: “su maldad no tiene límites; encarnan el pecado (son lujuriosas, vengativas, iracundas, avaras, soberbias…) y la depravación más absoluta. Son frías, insensibles, despiadadas, crueles, desleales”[1].
En películas como ¡Átame! de Pedro Almodóvar (1990) se nos muestra el perdón al agresor por amor. Algo similar encontramos en Hable con ella (2002) donde el personaje de Benigno -un enfermero- viola a Alicia -una paciente en coma- (sin que medie consentimiento alguno por parte de ésta, obviamente), acto que se nos presenta como una muestra de amor irreprochable. Lo mismo ocurre más recientemente en toda la saga Crepúsculo basada en las novelas de Stephenie Meyer (2008-2012) o en la adaptación de Cincuenta sombras de Grey (2015) donde la anulación simbólica de la mujer está presente a lo largo de todo el relato.
Estos son solamente algunos ejemplos ya que la violencia de género es uno de los grandes fetiches del cine -especialmente la violación y el feminicidio-; el argumento predilecto –o el desencadenante de la acción en muchos casos– de un alto porcentaje de películas de suspense (thriller) y de terror, así como de exitosas series policíacas contemporáneas. Psicosis (1960), Landru(1963), El estrangulador de Boston (1968), El silencio de los corderos (1991), Copycat (1995), Tesis(1996), El coleccionista de amantes (1997), El perfume: historia de un asesino (2006), La isla mínima(2014), Twin Peaks (1990), CSI: Las Vegas(2000-2015) o Mentes Criminales (2005-actualidad) son únicamente algunos títulos que con más o menos acierto han centrado su argumento en la violencia contra las mujeres en base a la figura del psicópata misógino[2].
Pero la violencia machista no es fruto de la locura de un demente. Ese mito tan extendido tiene un efecto narcotizante en nuestros modelos de conducta, haciendo que externalicemos la violencia machista, que no nos interpele, que la consideremos un suceso, un hecho aislado, la consecuencia de un momento de enajenación mental, algo que les sucede a otras… Esas creencias tienen como resultado, no la sensibilización de la sociedad contra la violencia de género, sino su impermeabilización ante la misma.
Estamos sometidas y sometidos a altos niveles de exposición a la violencia en los relatos audiovisuales. La “muerte salvaje”, como la denominara Philippe Ariès, se (re)presenta constantemente y esa hiperrepresentación y saturación nos anestesia convirtiendo la violencia en algo aséptico, en un tema trivial. Porque, como afirma Susan Sontag[3], “al igual que se puede estar habituado al horror de la vida real, es posible habituarse al horror de unas imágenes determinadas”.
Sin embargo, la violencia machista –o mejor dicho, las violencias, en plural- es un fenómeno que se fragua dentro de una cultura patriarcal que concibe el cuerpo de la mujer como valor estético, como objeto utilizable, violable, aniquilable… La imagen de la mujer es continuamente fragmentada y cosificada en los medios audiovisuales, también en el cine. Por suerte, cada vez encontramos más films que abordan el tema en toda su complejidad y globalidad y que toman como objeto específico la violencia contra las mujeres. Películas de cine narrativo o documental como, por ejemplo, Te doy mis ojos de Icíar Bollaín, Señorita extraviada de Lourdes Portillo, La maleta de Marta de Günter Schwaiger, Nagore de Helena Taberna, La guerra contra las mujeres de Hernán Zin, Grbavica. El secreto de Esma de Jasmila Zbanic, El Cairo, 678 de Mohamed Diab, Solasde Benito Zambrano, Agua de Deepa Mehta, Evelyn de Isabel Ocampo, o Madame Brouette de Moussa Sene Absa, son algunas de las que han ido más allá del thriller, más allá de esos relatos de violencia exacerbada y manifiesta en los que parece que “la realidad tal cual quizá no sea lo bastante temible y por lo tanto hace falta intensificarla; o reconstruirla de un modo más convincente”(S. Sontag, 2010).
En su libro sobre la violencia de género en el cine español, Asunción Bernárdez, Irene García y Soraya González[4] certifican que “el análisis de los medios de comunicación puede aportar una reflexión práctica sobre cómo el cine contribuye a difundir, crear o cuestionar la desigualdad social entre los sexos”. Si tal como apuntan las autoras, el cine, “como uno de los medios de comunicación más poderosos a la hora de crear y redefinir nuestro imaginario” (A.Bernárdez, 2010) y como medio de socialización, tiene capacidad performativa y, por lo tanto, no solamente representa la realidad sino que la crea (construyendo subjetividad, otorgando sentido y legitimando conductas), debemos apostar por una representación cinematográfica que sea herramienta educomunicativa y de cambio, que muestre a las mujeres no como objetos, no como la víctima perfecta, no como “la muerta”, sino como hacedoras con iniciativa que llevan el peso de la acción y que se apoderan del punto de vista del relato. Debemos apostar, a fin de cuentas, por un cine con un discurso contrahegemónico que represente la violencia machista sin reproducirla, que cuestione, que denuncie y desafíe las formas tradicionales de narrativa y de (in)visibilización de las mujeres; un cine que sea como la gota que horada la piedra para contribuir a transformar las conductas y valores que sustentan el sistema patriarcal.